La historia del hotel.

Estaba yo en la sala de espera del modesto hotel, tres estrellas, ningún lujo, pero moderno y recogido. Esperaba a un compañero que terminara de asearse tras su viaje. Madrid en primavera, un viernes por la tarde, algún movimiento de idas y venidas en el hall del hotel, releía el diario distraídamente, mientras atendía con curiosidad la lista de huéspedes que hacían cola frente al mostrador, atendido por un único recepcionista. El hombre atendía diligentemente a cada uno de los huéspedes y sus demandas. El trabajo se acumulaba, pero no parecía alterarse lo más mínimo.

Una joven pareja se unió a la espera. llevaban los dedos entrelazados torpemente, como si fuera la primera vez que jugaran con la mano del otro. Ella le miraba de soslayo, avergonzándose y sonriéndose al encontrarse con su mirada. Él trataba de mantener la compostura, pero estaba obviamente turbado. Se tocaba las gafas constantemente con la mano libre, presa del nerviosismo. Ninguno llevaba ningún equipaje, que quizá les hubiera resultado una excusa para ocupar sus gestos. Dejaron de ser los últimos en cuanto un hombre ya talludo se colocó a su espalda, con rostro afable. Miraba distraídamente el diario, tan distraídamente que pude ver que lo llevaba del revés.

Por fin le llegó el turno a la adorable pareja. Ambos pusieron una mano en el mostrador, manteniendo las otras entrelazadas a salvo de la mirada del recepcionista, que en aquel momento les preguntaba:

– Que desean?
– Una habitación, para una noche, por favor. – Se adelantó él, tratando de mostrarse decidido.
– Dos camas o cama doble.
– Si, una cama, por favor. -Él volvió a tomar la delantera, aunque a juzgar por la expresión de ella, nunca hubiera sido capaz de contestar aquella pregunta.
– Perfecto. – Respondió anotando el recepcionista. – Fumador o no fumador?

Ambos se miraron. Ella, ligeramente más baja que él, levantó la mirada para repetirle a él la pregunta. Él, sorprendido por la pregunta, supo que no podía responder sin hablar con ella.

– No sé. Tú fumas?
– Yo? – Respondió él.- Pero… no sé. No mucho. Y tú?
– Yo casi prefiero que no… si no te importa.
– No, no me importa. De hecho…, creo que no tengo cigarrillos.
– Entonces, no te importa si es de no fumadores?
– No, perfecto, perfecto.

Ella fue entonces la que respondió al recepcionista, que apuntó sin más el nuevo dato. Les dijo el precio de la habitación, recibió dos asentimientos con la cabeza y les entregó la llave de la habitación (“La 114, muy luminosa”). Entonces ella, acercándose al mostrador, y casi poniéndose de puntillas, se elevó hasta encontrarse junto al rostro del recepcionista. Haciendo pantalla con la mano, le susurró algo al oído, completamente inaudible para los demás. El recepcionista, al terminar ella su parlamento, se giró, recogió un papel de encima de su escritorio, y tras garabatear algo en él, se lo entregó. Ella le dio las gracias y ambos se alejaron en busca del ascensor.

Enseguida el hombre que les seguía en la fila ocupó su lugar. Llegó agitando el diario, sin dejar de mirar a la extraña pareja. Ambos esperaban la llegada del ascensor, y hasta que no entraron en el mismo rumbo a la 114, aquel hombre no se dirigió al recepcionista:

– Menuda pareja, eh?
– Perdón? – respondió el recepcionista.
– Digo que… Menuda pareja, eh? Reciben muchas así en este hotel?
– Qué desea?
– Porque… no sé. Un par de jóvenes así. Ella muy guapa, verdad? Sabe si se iban a quedar una noche o más?
– Disculpe, en que le puedo ayudar? – El recepcionista colocó sus manos sobre el mostrador como único gesto visible de su alteración. Su voz permaneció en el mismo tono constante.
– No me diga que no se ha fijado en ella, eh? Que piernas! Dígame, no he podido oír bien… Que es lo que decían sobre lo de las habitaciones de fumadores?
– Disculpe, señor. Desea usted alguna habitación?
– Que le ha dicho la señorita? . No se altere, conmigo puede ser franco, no saldrá de aquí.
– Desea el señor alguna habitación?

Aquel hombre se incorporó finalmente, recuperándose de su personaje amable. Miró severamente al recepcionista y le preguntó en viva voz:

– Eres Benito, verdad?
– Así es -respondió extrañado Benito-. Y el señor es….
– Domingo de las Cuevas, el dueño del hotel. Había oído hablar bien de ti, Benito, pero quería saber de primera mano que puedo tener unos empleados en los que pueda confiar. La discreción y la responsabilidad para con nuestros clientes es una de las virtudes a las que nunca deberemos falta en este hotel. Y -añadió, sacudiendo su mano- ahora sé que contigo aquí, Benito, puedo estar más que tranquilo. Enhorabuena.
– Gracias, señor. – respondió aún, boquiabierto, Benito.
– Domingo, llámame Domingo.

En aquel momento mi amigo, recién aseado y recuperado del viaje, bajaba por las escaleras con energía, esperando disfrutar de la tarde madrileña. Al verme absorto mirando al recepcionista y su interlocutor, me preguntó si todo iba bien.

– Por supuesto, por supuesto. -le contesté-. Oye, te has encontrado a una pareja buscando su habitación en tu planta?.
– Una pareja? No, por que?

Sonriendo, me di cuenta de que Domingo hacía un buen trabajo de selección. La curiosidad siempre está presente. Y solo dije “Por nada, por nada”, y le di unas palmadas en la espalda. Y salimos a la plaza Santa Ana, dispuestos a recorrer la ciudad antes de que el sol cayera.

“”La confidencialidad es unas de las competencias que se debe exigir a todo coach””.

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