Día de perros.

Octubre. Sábado. 7 de la mañana. El viento frío se cuela entre los resquicios de la cremallera del abrigo. La fina lluvia empapa los pantalones. Las ráfagas de aire convierten las gotas en molestos proyectiles, que consiguen llegar a los más recónditos escondites de la piel. El Sol no ha aparecido, y no se le espera. Las luces de las farolas alumbran las calles vacías, la lluvia cayendo en todas direcciones. El termómetro marca siete grados. Del portal 38 sale disparado Bruto, ignorando la lluvia, necesitando un árbol donde aliviarse. Su dueño, tres metros por detrás, se refugia al abrigo del portal, hasta que no sea estrictamente necesario salir a la intemperie. Y Bruto termina, y comienza el paseo hacia el parque, el recorrido de todos los días. Mira a su dueño, que se cala el sombrero y se sube los cuellos de la gabardina. Ambos comienzan a pasear por las aceras llenas de charcos, uno de ellos con indisimulada alegría y alivio.

En el parque la arena se ha convertido en barro por el agua caída, lo cual hace disfrutar aún más a Bruto. De la gabardina extrae su dueño un chicle. En día de lluvia, fumar es casi una osadía. Bruto, excitado, se acerca a su amo, le ladra de puro contento, acaba de ver llegar a un amigo por el otro lado del parque. La excitación le hace levantarse sobre las patas traseras, manchando de barro la gabardina con las delanteras. Apenas unos segundos, se va corriendo en busca de su amigo recién llegado, un viejo conocido del parque.

Ambos dueños se saludan desde el breve resquicio entre el sombrero y la gabardina.

– Sabes por que a estos días les llaman “días de perros”?
– Los únicos que nos atrevemos a salir a la calle somos los que tenemos perros, verdad?
– Sí. Bueno, en realidad los únicos que salimos somos los que queremos a nuestros perros.
– Buen matiz.
– Sí, esto no deja de ser un maldito acto de amor.

– Vendrás mañana?
– Siempre.

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